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Publicado en el Boletín Beti Aurrera Nº 96.
Elordi es hoy lo que no fue en el pasado, un paraje semiabandonado en donde una escuela rural y media docena de casas ocultan una valiosa historia entretejida por cientos de vidas que ya no están. Elordi, o Massey, como era su originario nombre, constituyó, aunque cueste creerlo, una cita, un faro de luz para muchas familias del otro lado del Atlántico que allá en los finales del siglo XIX y principios del XX emprendieron el largo y definitivo viaje, arribando a esta zona del noroeste bonaerense para depositar la fe y la esperanza en el porvenir.
Foto: Sergio Recarte.
Entre ellos, en gran medida, se destacaron los vascos atraídos por la generosidad de la tierra libre y por ese infinito espacio ávido de cobijar toda la energía de esta etnia luchadora e incansable en el trabajo y en el esfuerzo del día a día. A punto tal, que el pueblo de Elordi llegó a conocerse con los años como “la colonia de los vascos”, por la razón evidente del buen número de ellos y por haberse formado en el seno del denominado Centro Agrícola del señor Massey, población que por su notoria actividad y recurso disputó la cabecera de partido con el cercano pueblo de General Villegas, conocido entonces como “Los Arbolitos”.
Bien, de todos esos vascos y vascas, una de ellas; Anita Echave Arrillaga de Aranguena, hija de esta tierra y de esas circunstancias, nos cuenta su historia.
“Mi padre Agustín vino del País Vasco y se instaló entre Elordi y Banderaló a cuidar ovejas y cuando aún estos campos estaban sin alambrar. Con el tiempo y a base de mucho trabajar logró ser propietario de 100 hectáreas para regresar a Elgoibar (Guipúzcoa) con 25 años, su pueblo natal y casarse con aquella chica, la misma a la que vio nacer en el caserío donde trabajaba. El caserío Arane donde aún, probablemente vivan parientes nuestros” .
Anita es una mujer de 88 años con una llamativa lucidez y las energías suficientes para estar aún al frente de su negocio, un pequeño almacén en la misma casa donde vive, allí en la calle Moreno de General Villegas. Pero sobre todo, Anita es voluntad y ganas en esto de contarnos sobre la vida de sus padres vascos y de aquel pasado que atesora con ternura y un dejo de nostalgia.
“Mi padre, según nos contaba, al nacer mamá, dijo que él con el tiempo se iba a casar con ella y ¡vaya si cumplió con los prometido!”. Y nos sigue diciendo Anita. “Cuando tuvo que hacer el servicio militar, se vino para Argentina, él que no quería ir a Melilla, que era donde quizás lo iban a destinar. Lo cierto es que una vez que se abrió camino en Elordi, formó familia y crió a siete hijos, y pensar que ahora dicen que con 100 hectáreas no se puede vivir”.
Foto: Sergio Recarte.
Pequeña extensión de tierra que la familia Echave como muchos de sus vecinos supieron extraerles los frutos necesarios; “teníamos de todos, no nos faltaba de nada, criamos animales, se hacía quinta, nunca nos faltó las verduras, carneábamos, y por esas razones al pueblo poco íbamos, solo a comprar los necesario”. Y por supuesto, estaba el trabajo propios del tambo, porque si algo se caracterizaba la zona de Elordi en aquellos años era en el ordeñe y fabricación de crema y caseína. “Mi papá ordeñaba las vacas y como tenía la máquina (desnatadora manual), le daba a la manija y por un lado sacaba el suero de la leche y por otro la crema, y con lo que quedaba del suero se hacía la caseína, un producto, recuerda Anita, que endurecido era como el plástico y con él se fabricaban botones, peines y todas esas cosas. Me acuerdo que lo volcábamos en una batea y el sol iba endureciendo la sustancia, lo poníamos en bolsas arpilleras y se envía por tren a Buenos Aires”.
A medida que Anita nos va contado sus recuerdos y de paso nos despliega con ternura un par de fotos que deja sobre la mesa. En una se puede observar a su padre y en la otra a toda su familia y nos señala con el dedo sobre la barba de Agustín, y dice. “Papá no sabía leer ni escribir cuando vino del País Vasco, pero aprendió solito en el campo, aprendió muy bien ya que en ocasiones me ayudaba en los deberes de la escuela. Papá le gustaba leer mucho y a mamá, hablar en vasco con sus vecinas”. “Yo”, rememora Anita, “aprendí muy pocas palabras en euskera porque papá no nos dejaba ya que no le agradaba que habláramos vasco frente a extraños, pero algo aún me acuerdo. El himno vasco lo sabía de principio a final”, y al decir estas palabras se desnuda su íntimo orgullo de sentirse vasca, como también el placer ya olvidado de jugar al mus “Cómo me gustaba jugar al mus, pero hace añares que no lo practico, al truco sí. Recuerdo que nos juntábamos las familias vascas en el campo y nos pasamos las horas jugando al mus. ¡Que tiempos aquellos!”.
A punto de finalizar nuestra amena charla, Anita, madre de tres hijas; Susana Jacinta, Ana Magdalena y María Esther, nos comenta sobre su esposo ya fallecido con quien convivió 35 años, “Mi marido también era vasco, toda su familia lo era, se llamaba Domingo Arangüena y era nacido en Montana –Estados Unidos– porque sus padre trabaja en las minas de ese lugar, en Walkerville precisamente, donde nació también otro hermano suyo. Después regresaron al País Vasco, a Guipúzcoa, ahí nacieron tres hermanos más y en esos años la familia decidió venir a Argentina. Se radicaron en Villegas y después en el campo, la familia se completó con tres hijos más. Así que los padres de mi esposo tuvieron hijos en tres países distintos”. “Ninguno de ellos hablaba el castellano y según me contaba Domingo, en la escuela los niños se burlaban de ellos. La pasó muy mal. Un día la maestra les pidió a los alumnos que trajeran a la escuela algún trabajo manual... ¡Él le llevó unos pantalones zurcidos!” Y nos cuenta algo más de su marido; “mi esposo cuando tenía la edad para hacer el servicio militar, se puso en contacto con el cónsul de los Estados Unidos, ya que él al nacer en Montana era norteamericano. Una carta fechada en el año 1940 del mismo cónsul, le aseguró que no tenía la obligación de hacerlo porque en ese país el servicio en las fuerzas armadas es solamente como voluntario. La verdad que respiró aliviado el pobre”.
La entrevista toca su fin y me toca despedirme de Anita Echave, no obstante y por arte de magia, aparece en sus manos una foto de un hombre joven y me señala ufana; “ese era mi marido”. Nos miramos en silencio y al saludarme en la puerta de su casa, el sol de la tarde desprende pequeños destellos de luz de sus pendientes, los mismos que le regaló su madre Jacinta cuarenta años atrás al volver de su último viaje al País Vasco y que desde entonces siempre los lleva consigo. “Para siempre”, me asegura.
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